En los
últimos tiempos se debate ansiosamente sobre la crisis del sistema democrático,
en concreto sobre la democracia representativa. Se dice, y con razón, que es
imposible una democracia real en una sociedad sumergida en un mar de
desigualdades sociales. Se dice, también, que es imposible una democracia
auténtica cuando existe un déficit de información veraz y objetiva por parte de
algunos medios de comunicación que impiden que la ciudadanía pueda deliberar y
decidir acertadamente. Se insiste en que la gestión (discutible) de la crisis
económico-financiera y las brutales consecuencias traducidas en empleo
precario, salarios indignos, recortes de derechos sociales y de libertades o la
propia violencia de género, están provocando estos últimos tiempos el
sentimiento, en buena parte de la ciudadanía, de que la democracia y sus
instituciones no son instrumentos adecuados para ofrecer una respuesta
tranquilizadora y justa a sus sufrimiento e incertidumbres. Se discute, en fin,
como se está empequeñecido la democracia al perderse, a pasos agigantados, la
vinculación histórica con el pasado democrático y como se está perdiendo,
también, la capacidad comparativa entre los regímenes autoritarios y los
modelos políticos respetuosos con las libertades y el progreso.
Con todo, hay
otras razones importantes (muy actuales, por cierto) que están provocando la
erosión y la crisis de la democracia y es la pérdida del valor ejemplar y de la
autoridad moral de la clase política. La decepción que está llevando a buena
parte de la población –también a la ciudadanía comprometida- a desconfiar de
la fuerza transformadora de la actividad
política es debida a la corrupción, la manipulación de las emociones de la
ciudadanía a través de discursos fuertemente emotivos y carentes de reflexión
deliberativa, la búsqueda del poder como meta exclusiva de las organizaciones
políticas y la consideración de la política como un desmedido espectáculo
repleto de descalificaciones, insultos y vejaciones que hacen de ella una
actividad escasamente ejemplarizante y profundamente despectiva.
Malos tiempos
para la democracia. Se están rompiendo los vínculos entre ciudadanía y clase
política (no creo que se pueda, hoy en día, hablar de “élites políticas”,
precisamente) como bien insisten las filósofas Adela Cortina y Victoria Camps. Tal
vez tenían razón tanto Platón como Aristóteles cuando dudaban ya en los siglos
V y IV a.C. de la eficacia del sistema democrático y analizaban con bastante
profundidad, por cierto, su enorme fragilidad. Ambos filósofos coincidían al
menos en una misma idea: una vez enferma e infectada la democracia, debido a la
impostura demagógica en la que las bajas pasiones suplantan a las buenas
razones, ésta tiende a transformarse paulatinamente en una tiranía que secuestra
la política y que amenaza las libertades.
VERSIÓN EN LINGUA GALEGA:
Nos últimos
tempos debátese ansiosamente sobre a crise do sistema democrático, en concreto
sobre a democracia representativa. Dise, e con razón, que é imposible unha
democracia real nunha sociedade mergullada nun mar de desigualdades sociais.
Dise, tamén, que é imposible unha democracia auténtica cando existe un déficit
de información veraz e obxectiva por parte dalgúns medios de comunicación que
impiden que a cidadanía poida deliberar
e decidir axeitadamente. Insístese en que a xestión (discutible) da crise
económico-financeira e as brutais consecuencias traducidas en emprego precario,
salarios indignos, recortes de dereitos
sociais e de liberdades ou a propia violencia de xénero, están a provocar estes
últimos tempos o sentimento, en boa parte da cidadanía, de que a democracia e
as súas institucións non son instrumentos eficaces que ofrezan unha
resposta tranquilizadora e xusta aos
seus sufrimentos e incertezas. Discútese, en fin, como se está empequenecendo a democracia ao perderse, a
pasos axigantados, a vinculación histórica co pasado democrático e como se está
perdendo, tamén, a capacidade comparativa entre os réximes autoritarios e os
modelos políticos respectuosos coas liberdades e o progreso.
Con todo, hai
outra razón importante (moi actual, por certo) que está a provocar a erosión e
a crise da democracia e é a perda do valor exemplar e da autoridade moral da
clase política. A decepción que está a levar a boa parte da poboación –tamén á
cidadanía comprometida- a desconfiar da forza transformadora da actividade
política é debida á corrupción, a manipulación das emocións da cidadanía a
través de discursos fortemente emotivos e carentes de reflexión deliberativa, a procura do poder como meta
exclusiva das organizacións políticas e a consideración da política como un
desmedido espectáculo repleto de descualificacións, insultos e vexacións que
fan dela unha actividade escasamente exemplarizante
e profundamente desprezada.
Malos tempos
para a democracia. Están a racharse os vínculos entre cidadanía e clase
política (non creo que se poida, hoxe en día, falar de “elites políticas”,
precisamente) como ben insisten as filósofas Adela Cortina e Victoria Camps.
Talvez tiñan razón tanto Platón como Aristóteles cando dubidaban, xa nos
séculos V e IV a. C., da eficacia do sistema democrático e analizaban con
bastante profundidade, por certo, a súa enorme fraxilidade. Ambos filósofos
coincidían alomenos nunha mesma idea: unha vez enferma e infectada a
democracia, debido á impostura
demagóxica na que as baixas paixóns
suplantan ás boas razóns, esta tende a transformarse paulatinamente
nunha tiranía que secuestra a política e que ameaza as liberdades. A lección é
clara: una democracia fortemente devaluada e una clase política cuestionada, en
un contexto de crise económica e de valores morais e sociales indiscutible, e
un cóctel que anticipa novos totalitarismos. Tanto a análise dos filósofos
gregos como os feitos históricos do pasado poden servir de advertencia.
(artigo publicado no Xornal "El Progreso" de Lugo o 22-XII-2018)
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