En
los últimos años surgieron nuevas organizaciones políticas de carácter plural
compuestas por afiliados de diversos partidos políticos y personas sin adscripción
política alguna. Uno de los objetivos políticos consistía en romper con la
dinámica bipartidista instaurada en las últimas décadas en las instituciones,
intervenir en los ayuntamientos,
transmitir la idea de que, desde un espacio plural y abierto, se podía
intentar cambiar el rumbo político institucional o al menos ejercer cierta
influencia en dicho cambio y, sobre todo, construir un espacio de encuentro
abierto a nuevas formas de hacer política.
Se
entendía que la responsabilidad cívica
exigía vertebrar una nueva cultura política más participativa, transparente,
inclusiva y colaborativa; que la radicalidad democrática debía ser un principio
práctico (no solamente formal o teórico) que eliminara el parasitarismo y los
condicionamientos orgánicos de los aparatos de los partidos clásicos que vivían
anclados en la endogamia interna (“vieja política”).
Por otra parte, estas nuevas iniciativas políticas pretendían
unir fuerzas para intentar llevar a cabo un cambio político con nuevas formas
políticas, atendiendo a una nueva manera de hacer política. “Nueva política”,
le llamaban.
Con
el tiempo, diversas causas específicas fueron poco a poco mermando la
participación activa de inscritos e inscritas y descolgando paulativamente a
aquellas personas que formaron parte esencial en los comienzos del proyecto. Se
silenciaron internamente y constantemente voces discrepantes pero constructivas
haciendo imposible la convivencia interna dentro del proyecto político que se
suponía debía ser plural; se incumplieron acuerdos que colisionaban
frontalmente con los principios fundacionales de dichas organizaciones; se
trabajó con ahínco y constante esmero la autoexclusión de aquellas personas
apartidarias (e imprescindibles en los inicios) que podían comprometer el despotismo
interno de los núcleos orgánicos de las organizaciones (tan habitual, por
cierto, en aquellos partidos que practicaban la “vieja política de siempre”).
Se volvió a los vicios de siempre, a la práctica de la más vieja y rancia
política convirtiéndose, una vez más, en organizaciones monocolores,
minoritarias, enquistadas y necrosadas. Aquellas organizaciones líquidas,
conformadas por ciudadanos apartidarios conviviendo con militantes políticos en
un mismo ámbito, fueron poco a poco convirtiéndose en nuevas organizaciones
sólidas y densas controladas herméticamente y de manera despótica por un
determinado partido o grupo de poder, esos pequeños “agujeros negros” dedicados
a fomentar la obediencia, el servilismo y la corrupción interna.
Ridículo ejemplo se
transmite a la ciudadanía, cuyo desdén y escepticismo hacia “lo político” se
acrecienta en la actualidad. Y lo que es peor: convirtiendo el interior de
dichas organizaciones en un territorio en el que no hay más autoridad
reconocible que la del que manda, se está desdibujando esa “nueva forma de
hacer política” e ilustrando de manera manifiesta y ostensible que Peter Mair,
politólogo francés, pudo tener mucha razón en su libro Gobernando el Vacío (La
banalización de la democracia occidental) al defender la idea de que la
escasa identificación entre partidos políticos y ciudadanía, convierten a los
primeros en instrumentos meramente accidentales, a la ciudadanía en huérfana, y
a la democracia en una categoría vacía. La epojé está servida.
(Artículo publicado en "EL PROGRESO" EL 1-9-2018)
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