La
expresión “muerte digna”, invocada muchas veces como un derecho por parte de
enfermos terminales o que sufren alguna enfermedad incapacitadora, carece de un
significado unívoco. Para unos, la expresión excluye la posibilidad de
cualquier colaboración al suicidio ajeno de un enfermo en fase terminal incluso
cuando el propio enfermo reclama seria, explícita y reiteradamente la muerte.
Niega la posibilidad de llegar a acuerdos con terceros con el fin de buscar
soluciones activas que eviten de modo definitivo el sufrimiento y apela, en un
contexto médico, a una medicina compasiva consistente en reducir el sufrimiento
a través de los cuidados paliativos.
Para
otros, el contenido de la expresión “muerte digna” es distinto; admite la
posibilidad de cualquier ayuda activa en el proceso de la muerte en tanto que
conducta complementaria -y no contradictoria- con la praxis médica y reclama el
derecho a controlar el momento y el modo de morir; en definitiva, demanda un
mayor control sobre nuestras vidas y nuestras situaciones terminales. Para esas
personas, el derecho a una muerte digna sería un derecho moral y una
reivindicación surgida a través del debate social y racional.
En
cada una de las acepciones subyace un modo distinto de entender la vida humana.
Los que defienden la primera acepción entienden la vida como algo dotado de un
valor sagrado, extrasecular y trascendente. Los que defienden la segunda
conciben la vida de un modo biográfico y no meramente biológico. Desean para sí
mismos una muerte temprana e indolora y, por supuesto, no rechazan el valor de
la vida, al contrario, creen que una muerte de esas características muestra un
mayor respeto por la vida que una muerte prolongada o que una vida carente de
cualidades mínimas objetivas. Tampoco denigran la vida; en todo caso, tal vez
mantengan una manera distinta de interpretarla y de respetarla.
El
disenso en torno a la noción de “muerte digna”, la eutanasia, y el valor
subyacente de la vida humana indica la complejidad del valor en sí mismo y las
distintas maneras de interpretarlo. Tanto los defensores como los detractores
de la eutanasia y la ayuda activa al suicidio de un enfermo terminal o
físicamente incapacitado difieren en su significado -secular o religioso-, pero
ambos coinciden en un serio y sólido compromiso con la vida humana. Como dijo el
filósofo y jurista Ronald Dworkin, el insulto más grande a la vida humana sería
la indiferencia o la pereza al enfrentarse con su complejidad.
En
relación a todo esto surge la pregunta de si podemos renunciar a vivir.
Ciertamente, la disponibilidad de la propia vida (“manu propria”) es una
conducta jurídicamente lícita y tolerada. No ocurre lo mismo en cuanto a la
disponibilidad de la vida “manu alius”, mediante de la ayuda de terceras
personas y en las situaciones tradicionalmente contempladas como conductas
eutanásicas activas o en casos de ayuda activa al suicidio a petición y en el
contexto de una enfermedad trágicamente incapacitadora. Y esto es lo que ocurre
con el reciente caso de María José Carrasco, enferma de esclerosis múltiple
progresiva que recibió la colaboración activa de su marido para poner fin a su
vida. Semejante conducta encuentra su tipo en el art. 143.4 del vigente Código
Penal que viene a decir que cuando una persona con una grave enfermedad que
necesariamente le conducirá a la muerte, o que le produce graves sufrimientos,
permanentes y difíciles de soportar, pida expresamente e inequívocamente que
alguien le auxilie activamente causándole la muerte o haciendo lo necesario para
que muera poniendo fin así a su situación de sufrimiento, todos –y éste es el
mandato que, de no ser seguido, dará lugar a la imposición de la pena de
prisión- tenemos que abstenernos de cumplir tal petición y, por tanto, permitir
que la situación irreversible de padecimiento continúe. Juzguen ustedes.
(Publicado en "El Progreso", el sábado 13 de abril de 2019)
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminar