En la clausura del
Foro Mundial Social celebrado en Porto Alegre en el 2002, José Saramago leyó un
breve relato sobre un campesino florentino del siglo XVI que había sufrido un
atropello por parte de un rico señor del lugar quien, sin escrúpulo alguno, le
había expoliado su pobre parcela mediante el procedimiento –nada desconocido en
Galicia, por cierto- consistente en ir poco a poco cambiando de sitio los mojones
de las lindes de sus tierras, metiéndolos en la pequeña parcela del campesino
con el fin de reducir al máximo su extensión. Ante semejante situación el campesino
protestó, reclamó, imploró compasión y se quejó amargamente ante las
autoridades del lugar sin obtener resultado alguno. La expoliación de su tierra
continuó. Desesperado e indignado ante semejante atropello, el campesino
decidió anunciar la muerte de la justicia haciendo sonar a difunto las campanas
de la iglesia tal vez, decía Saramago, con la finalidad de que su gesto de
exaltada indignación lograría conmover y hacer despertar al mundo adormecido
acerca del peligro que suponía la muerte de la justicia. Pero el sonido
melancólico de aquella campana de bronce no consiguió introducirse en los
gélidos corazones del rico señor del lugar, de las autoridades judiciales ni en
los pétreos corazones de los lugareños.
El relato del campesino florentino fue
utilizado por el escritor portugués con el fin de llevar a cabo una descripción
descarnada de la situación del mundo, ofreciendo su visión personal sobre el
papel de los derechos humanos, la participación ciudadana en los sistemas
democráticos, y para denunciar el estado de injusticia global e indefensión en
el que se encontraba el ser humano en sociedades democráticas claramente
decadentes y dominadas por el poder económico y financiero mundial.
El 10 de diciembre acaba de celebrarse
el Día Internacional de los Derechos Humanos. Adoptada y firmada en 1948, la
Declaración Universal de los Derechos Humanos tenía como objetivo el
reconocimiento y la expansión de la protección de una amplia gama de derechos y
libertades humanas básicas que todos los Estados debían reconocer y recoger
explícitamente en sus respectivas Constituciones. Se trataba, pues, de un
“ideal común” de todos los pueblos y todas las naciones.
No
obstante parece una obviedad decir que ni la citada Declaración ni su
“traducción normativa” a través de la Constitución Española pueden considerarse
vigentes. El gobierno español ha sido amonestado en los últimos tiempos por el
Comité de Derechos Humanos, por el Comité de Tortura y por el Comité contra la
Desaparición Forzada al considerar prescritos los crímenes cometidos durante el
franquismo y al negar cualquier posibilidad de investigación sobre las
violaciones de los derechos humanos llevadas a cabo durante la transición
política. También ha sido advertido por los custodios de los derechos humanos
(léase aquí Amnistía Internacional) al adoptar medidas económicas alejadas de
los principios éticos y de las necesidades más primarias de las personas más
desprotegidas.
El
ideal de una sociedad libre y democrática en la que todas las personas vivan
unidas, en armonía y disfrutando de las mismas oportunidades, derechos y
libertades, parece desvanecerse a medida que transcurre el tiempo. Y aquellos
derechos considerados siempre como el “coto vedado” (Garzón Valdés) o el
“territorio inviolable” (Norberto Bobbio), es decir, aquellos derechos
absolutamente inviolables e inalienables, están siendo, hoy en día, mancillados
y ultrajados de un modo absolutamente pavoroso, muchas veces en beneficio de
intereses de determinadas élites económicas y financieras.
“No hay derecho”, decía el campesino florentino. “La justicia ha muerto”, argumentaba cuando los vecinos de la aldea le preguntaban la razón por la que hacía sonar la campana a muerto. Cuatro siglos después, el melancólico y amargo episodio del campesino florentino debiera servir para replantear la esencia de la democracia moderna y sus defectos, la necesidad imperiosa de considerar los derechos humanos como el mayor avance que la humanidad ha llevado a cabo a lo largo de su historia y, por fin, llevar a cabo un serio debate sobre las actuales estrategias de dominio sobre la ciudadanía que, poco a poco, se están institucionalizando.
Artículo publicado en "El Progreso" el 14 de diciembre de 2013. (Traducido al castellano por el propio autor)
“No hay derecho”, decía el campesino florentino. “La justicia ha muerto”, argumentaba cuando los vecinos de la aldea le preguntaban la razón por la que hacía sonar la campana a muerto. Cuatro siglos después, el melancólico y amargo episodio del campesino florentino debiera servir para replantear la esencia de la democracia moderna y sus defectos, la necesidad imperiosa de considerar los derechos humanos como el mayor avance que la humanidad ha llevado a cabo a lo largo de su historia y, por fin, llevar a cabo un serio debate sobre las actuales estrategias de dominio sobre la ciudadanía que, poco a poco, se están institucionalizando.
Artículo publicado en "El Progreso" el 14 de diciembre de 2013. (Traducido al castellano por el propio autor)
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